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Normandía, sesenta años después

El próximo 6 de junio se conmemoran en Normandía los sesenta años del desembarco aliado que señaló el comienzo de la liberación de Europa del yugo nazi. El acto viene marcado por la división entre Estados Unidos y sus aliados europeos a causa de la guerra de Irak.

Un hombre termina una escultura conmemorativa del desembarco aliado en la arena de la playa Omaha Beach, en la costa de Normandía. Afp

Otra vez junio vuelve a resultar un mes decisivo para el ocupante de la Casa Blanca. Hace sesenta años, Franklin Delano Roosevelt -ese carismático inválido que lideró Estados Unidos en uno de los momentos más difíciles de su veloz historia- era despertado en torno a las tres de la madrugada por su esposa Eleanor con las primeras noticias que confirmaban el desembarco de Normandía. Aunque ahora es difícil no caer en superlativos triunfalistas para describir la operación «Overlord», en 1944 la victoria aliada en las playas normandas no estaba decidida de antemano. De hecho, el general Dwight Eisenhower llegó a redactar un borrador de «mea culpa» ante la posibilidad no tan remota de que esa batalla para salvar al mundo -con la movilización de 175.000 soldados, 50.000 vehículos, más de 5.000 buques y 11.000 aviones en el plazo de veinticuatro horas- hubiera sido ganada por el Tercer Reich.

Seis décadas después, junio va a resultar también un mes decisivo para el presidente de EE.UU. En otro contexto y a otra escala, George W. Bush tendrá la oportunidad de rehabilitar su cuestionado liderazgo internacional o confirmar los reproches, articulados entre otros por su rival John F. Kerry, que le acusan de haber dañado gravemente la credibilidad de esa gran república, que de acuerdo con la histórica perspicacia de Wiston Churchill tiende a agotar todas las alternativas posibles antes de acertar.

La apretada agenda de Bush en junio incluye viajar a Francia para participar en la conmemoración del «D-Day», el último gran aniversario de esa «guerra justa» que podrán ver muchos veteranos a los que el imparable tiempo les apremia con el pago de su correspondiente deuda de mortalidad. Después vendrá la cita anual del G-8 en Sea Island, Georgia, donde actuará como anfitrión. Además de una ronda de conversaciones con la UE en Irlanda y una cumbre de la OTAN en Turquía.

Y a final de mes, la prometida transferencia de soberanía en Irak. Un calendario lleno de riesgos, pero fundamental para el prestigio de EE.UU.

Aunque resulta imposible conciliar las ingentes proporciones de la Segunda Guerra Mundial con lo ocurrido durante los últimos tres años, la Administración Bush ha realizado un esfuerzo deliberado por comparar y asimilar la situación actual y lo que EE.UU. logró hace seis décadas. Según el presidente, lo que se intenta hacer en Irak no es nuevo: «América ha hecho esta clase de trabajo antes. Hemos levantado las naciones derrotadas de Japón y Alemania y les hemos respaldado para construir gobiernos representativos... América hoy acepta el reto de ayudar a Irak con el mismo espíritu, por su interés y el nuestro».

En este armazón de retórica no compartida por buena parte de la comunidad internacional, Bush ha vinculado explícitamente la Segunda Guerra Mundial con la guerra contra el terror librada desde el 11-S: «En su culto de poder, sus profundos odios, su ceguera hacia inocentes, los terroristas son sucesores de las asesinas ideologías del siglo XX. Y nosotros somos los herederos de la tradición de libertad, defensores de la libertad, la conciencia y dignidad de cada persona».

Más allá de las armas

Con cerca de sesenta millones de muertos en todos sus frentes, nadie puede decir que la Segunda Guerra Mundial resultó fácil de ganar. Irónicamente, la fulminante invasión anglo-americana de Irak se ha convertido en la parte más sencilla de una historia sin final feliz a la vista. El general estadounidense John Abizaid -un «Ike» del siglo XXI que habla árabe- ha testificado con elocuencia ante el Senado de EE.UU. que «aunque no vamos a ser derrotados militarmente, no vamos a ganar estas cosas de Irak sólo militarmente».

No es de extrañar que estos días, tan señalados como difíciles, historiadores, analistas, políticos y columnistas hagan horas extra para obtener lecciones del pasado siguiendo la máxima churchilliana de que cuanto más atrás miremos, más lejos podremos ver. Aunque ahora el desembarco de Normandía se considera como un momento legendario, la decisión de abrir este frente fue producto de peleas continuas entre los aliados, años de trabajo pese a la tentación de actuar precipitadamente, hacer encaje de bolillos con De Gaulle y formular planes detallados desde la misma Carta Atlántica de 1941 hasta la conferencia de Teherán no sólo para la guerra, sino también para la posguerra, incluida la creación de Naciones Unidas.

A estas alturas, incluso sus más fervientes admiradores admiten que el presidente Bush no es un hombre de matices, debates, gran curiosidad intelectual o en constante búsqueda de alternativas. Pero las consecuencias de fracasar en Irak son estratégicamente inaceptables tanto para EE.UU. como para el resto del mundo. Y no hay mejor punto de partida para iniciar un cambio de rumbo que los 9.386 soldados estadounidenses enterrados sobre «Omaha Beach», la playa que más sangre se cobró durante aquel largísimo martes de hace sesenta años.

Si no da un giro a su diplomacia, Bush no tendrá que buscar muy lejos del Despacho Oval para intuir su futuro. Le bastará con sentarse cerca de la chimenea y contemplar al impresionante busto de Wiston Churchill que al comienzo de su mandato le regaló el primer ministro Tony Blair. Pese a la batalla de Inglaterra, el «blitz» contra Londres, el desembarco de Normandía y todo lo demás, Churchill fue fulminado en las urnas al terminar la Segunda Guerra Mundial. Con el agravante de que a diferencia de Gran Bretaña y el posterior retorno del «Gran León», en la política presidencial de Estados Unidos no hay segundas oportunidades.

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